VICENTE G. BERNALDO

Borracheras hereditarias

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El botellón

 

Se escandalizan los biempensantes de esta sociedad por el elevado número de jóvenes víctimas de comas etílicos y la escasa predisposición de nuestras autoridades a poner fin a las borracheras de las nuevas generaciones, Y tienen razón en gran parte de sus demandas porque el problema de las cogorzas juveniles es importante, aunque en el tema de la actuación de los gobernantes están un poco despistados, porque las instituciones sí que ponen medidas, aunque, a mi juicio, en la dirección equivocada.
 

Beber forma parte de la cultura occidental y se ejercita cada cierto tiempo, entre los más moderados, y prácticamente todos los días, en los que las relaciones sociales son fundamentales para muchos de nuestros compatriotas. Yo mismo, y no me pongo de ejemplo para nada, suelo tomar un par o tres vininos al día, como fruto de la convención social de ver a alguien o quedar con amigos o familiares para cualquier cuestión. Por tanto, el alcohol está presente de manera cotidiana en nuestras vidas y no son pocas las ocasiones en las que abusamos de la bebida con motivos tan diversos como celebraciones, encuentros ocasionales o exceso de horas en los locales en los que dispensan nuestros licores favoritos.
 

Si los adultos bebemos para relacionarnos, los jóvenes también hacen lo mismo. La tradición y la cultura nos empujan hacia el bar en cualquier momento del día o de la noche y raros son los adolescentes que no han visto a sus padres más veces de lo que ellos quisieran con una copa de más. Curiosamente, los que más ingieren alcohol son los más intransigentes a la hora de criticar los usos y costumbres de los menores. Yo fui testigo de cómo un padre cargado con unos cuantos gin tonics amenazaba a su hijo, que se iba de fiesta, con las siete plagas de Egipto si llegaba a casa borracho.
 

Lo único que diferencia a una generación de la otra es el poder adquisitivo para hacerse cargo de la bebida. En todas las promociones ha habido comas etílicos, grandes moñas e iniciación al rito de la bebida. Y también mujeres, para evitar la desigualdad, ya que el alcoholismo femenino ha salido de casa, merced a las nuevas oportunidades sociales para las mujeres.
 

La falta de dinero para acercarse al alcohol como erradicador de la melancolía, ha obligado a los jóvenes al botellón. En mis tiempos nos intoxicábamos con vino peleón, más relleno de química que de graduación. Compran en un súper la mezcla que les hará olvidar los amores contrariados, los suspensos repetidos o la timidez congénita es mucho más económico que hacerlo en un local de hostelería, donde el precio de un combinado está por las nubes y es inaccesible a los bolsillos de nuestras generaciones más jóvenes.
 

Prohibir el botellón es, por tanto, inútil. Los chavales no van a dejar de emborracharse porque una ordenanza municipal les impida hacerlo y si no se embriagan frente a la estatua del prócer del pueblo en la plaza Mayor, lo harán en otro lado. Tengo que confesar que desconozco cual puede ser la solución ideal, salvo apelar a esa cosa tan abstracta que se llama educación. Y a esa otra que se llama comprensión y tolerancia para con nuestros hijos. Lo que sí entiendo como una deshonestidad para los chavales y para nosotros mismos es reducir la cuestión al asunto económico y a las posibles pérdidas que puedan tener los bares porque los jóvenes consuman en la calle y no en sus locales. Porque yo conozco hosteleros irreflexivos y peseteros que denuncian a quienes beben cerca de sus establecimientos, pero que sus acusaciones no les llevan a recuperar la caja, sino a sentir el desprecio de la clientela. Yo en esos chiringos, ya no entro.

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