Opinión

Son ilusiones

Aprovechando que por fin estamos en campaña (vale, sí, es broma: todos sabemos que las campañas ahora son como el “Never Ending Tour” de Dylan, pero en previsible y aburrido) me voy a permitir una columnilla en clave preelectoral con mi habitual dosis de neutralidad, equidistancia e imparcialidad. O sea, ninguna.

Últimamente escucho a bastante gente, sobre todo de la izquierda en la que milito, decir que el próximo 23 de julio van a ir a votar, caso de hacerlo, sin ilusión: follones internos, peleas que podríamos denominar PP (puestinos y perres), la propia fecha elegida, el hartazgo generalizado… En fin, lo que viene siendo la ausencia de estímulos de toda la vida de Dios. Yo escucho con atención y empatía, pongo cara circunspecta y asiento, porque casi todo lo que cuentan me parece razonable y perfectamente asumible.

Para mí, ilusión y sufragio son un oxímoron, aunque no ignoro que personas a las que respeto, admiro y aprecio son capaces de introducir el sobrecito de marras en la urna henchidos de satisfacción y alegría cívica

Dicho esto, voy a contarles un secreto que probablemente removerá los cimientos de la ciencia política moderna tal y como la conocemos desde Maquiavelo a Iglesias Turrión: yo no he votado con ilusión en mi puta vida. ¿Cómo les queda el cuerpo? Algún improbable lector, de carácter levantisco, contestará: “bueno, no te des tanta importancia, que eso nos pasa a muchos”. Asumo el envite y redoblo la apuesta desde la profunda convicción de que mi caso es más flagrante: yo no he votado con ilusión ni siquiera cuando fui candidato. A ver quién lo mejora.

Para mí, ilusión y sufragio son un oxímoron, aunque no ignoro que personas a las que respeto, admiro y aprecio son capaces de introducir el sobrecito de marras en la urna henchidos de satisfacción y alegría cívica. Yo no. Yo voto por cuestiones más prosaicas: ideología, en defensa propia y de clase, por joder… pero sin ilusión. Esta la guardo para otros ámbitos de mi vida, que tampoco son muchos, no crean: me hizo ilusión cuando mi hermana me dijo que estaba embarazada e iba a ser tío, cuando vi por primera vez a mi sobrinina recién nacida, un puñado de victorias del Madrid, minúsculos logros compartidos con amigos y poco más, la verdad. Siempre he sido bastante rancio. Desde luego, nada que tenga que ver con cuestiones políticas, laborales o académicas, que me resultan más utilitaristas que ilusionantes: aún recuerdo la felicidad con la que mi madre me despertó periódico en mano (era el año 1993 y, aunque cueste creerlo, no había internet) para anunciarme, ante mi total indiferencia, que había aprobado la Selectividad. Y mi seca respuesta, justo antes de volver a cerrar los ojos: “Lo imaginaba, mamá, no la suspende casi nadie”. A ver, tampoco soy un perro verde: prefiero que ganen los míos a los otros, tener un curro bien remunerado a uno regulero y sacar un 9 a un 2, pero champán no descorché ni en 2015 cuando me tocó un pellizquito en la lotería que me vino de cine. Así que con la política…

Esta falta de ilusión, que no evitará que en julio vaya a votar y lo haga por mi opción de siempre, va íntimamente ligada a mi escaso afán proselitista y total incapacidad para el agitprop. Eslóganes voluntariosos del estilo de “vota lo que quieras, pero vota” no me hacen demasiado tilín, porque si alguno de ustedes va a elegir lo que me temo, casi prefiero que se queden en casa o en la playa. Dados los vaticinios, optaría por dirigirme a los afines más renuentes con un tan directo como certero “si tú no vas, ellos vuelven”. Y siempre con Los Chichos. Canten conmigo: “Porque todo lo que piensas tú / son ilusiones, son ilusiones”.