Antonín “el de Humartini”, más de 60 años de tradición y pastoreo en el puertu

Charlamos con uno de los últimos pastores tradicionales que vive en los Lagos de Covadonga
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photo_camera Antonín en Humartini atendiendo a sus gallinas.

Es uno de los últimos pastores a la antigua usanza que, todavía hoy a sus 75 años, no entiende su vida sin estar en el puerto «hasta que me echa la nieve». Antonio, Antonín “el de Humartini”, tenía ocho años la primera vez que realizó esa trashumancia que realizaban familias enteras, «salvo los mozos, que quedaban pa recoger la herba en pueblu», para hacer la temporada en los Lagos. Con ellos no solo iba el ganado que pastaría arriba sino, también, «pites y gochos, tou lo que había en casa». Una tradición que él conserva a día de hoy. 

Antonín viene de una familia de pastores, «desde mis bisabuelos», como atestigua la foto que nos enseña y que lleva en la cartera en la que un crío, él, posa junto a su abuela al frente de una cabaña. «Aquí soy feliz, no fui nunca a ninguna parte… menos cuando hice la mili, y luego volví», nos cuenta sentado en el banco de la quesería en la que su familia elabora uno de los pocos quesos de Gamonéu del Puerto que hay a día de hoy.

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La foto con su abuela que este pastor de los Lagos lleva siempre en la cartera.

El sentimiento no está reñido con la nostalgia porque, como él asegura, «esto no es lo que era, antes daba gloria venir equí. Había compañerismo. Asomabas a una vega, dabas una voz y te contestaban todos… ahora no sabes si hay alguien porque, aún habiendo, no te contestan». Y es que el universo del pastor de los Lagos era tan grande que «había bolera, nos juntábamos todos; por la tarde bailaban les moces con la música que se tocaba en una lata».

Nos cuídabamos entre todos, nos queríamos. Ahora todo eso no existe

En estos más de 60 años que Antonín lleva habitando las vegas de los Lagos, las cosas han cambiado sustancialmente. «Yo conocí muchísimos pastores en Belbín, que fue dónde me crié», nos cuenta, «Ricardo, José, Miguel Ángel, Mundo, el tío Felipe o Cirilo, que subía para Ario con un rebaño de chavales… apúntalos todos que luego lo voy a leer». Y es que Antonín, además de ser un amante de los Picos y de sus animales, también es un lector fiel de El Fielato. No es impostado: el último de nuestros periódicos está en su cabaña. «Préstame muchu leerlo de tarde cuando acabo la faena», nos dice mientras nos ofrece un «daqué», «me lo sube siempre Felipe el taxista, apúntalo también». 

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Una muestra de que Antonín es un fan fiel de El Fielato y El Nora.

La vida de antes de los pastores

Cuando le preguntamos a Antonín cómo lleva bajar del puerto y volver a su Gamonéu de Onís natal, no disimula. «Los primeros días abajo, me molesta la televisión», asegura sonriendo, «incluso hay muchas veces que me meto en la cama y no son ni las seis, porque es lo que hago aquí arriba». Y tampoco nos extraña porque hablar con Antonín de cómo era esa vida de antes de que tiene tantos recuerdos y en la que hay presente tanta nostalgia es comprender hasta qué punto ese "lo de antes" marca su forma de entender la vida. «Se cambiaban cestas de huevos por camisas», dice con ánimo de sorprendernos, «o cambiabas avellanas por lo que tenías fiado en la libreta de la tienda».

Todo funcionaba con el trueque porque era lo que teníamos

Ese recuerdo de lo que vivió no está exento de tristeza cuando habla de otros pastores que ya no están o cuando cuenta cómo uno de los pastores antiguos, Alberto el de Soñín, tuvo que vender sus animales. «Está solo para atender las ovejas, las vacas, la hierba», decía visiblemente afectado, «y no podía; el día que se llevaron sus animales, se le caían las lágrimas a él primero y luego a mí».

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A pesar de seguir subiendo al puerto cada año y de no faltar una noche «de dormir con los animales», Antonín se ha despedido cada vez un poco más de la vida que conoció con cada cabaña que se ha cerrado. Y, de paso, de todas esas cosas maravillosas que aprendió de niño admirando a los mayores. «Los pastores viejos miraban al cielo y te decían la hora», dice, «y no les hacía falta eso del Facebook para vivir».

El lobo y el Parque, las grandes amenazas del pastoreo

Durante estas seis décadas, Antonín ha visto no sin tristeza cómo esa figura del pastor que él encarna se ha ido perdiendo. «Como decía José María el de Caín, el palu en la mano tráenlu muchos pero que sepan usalu, pocos», asegura con rotundidad, «gustándote el palu, tienen que gustarte los animales; pero el pastoreo es muy amarrado».

No es solo la dedicación absoluta lo que hace, en su opinión, que no haya pastores. «El llobu no ayuda, pero que no se te olvide que no hay peor fiera en el mundo que el hombre», dice convencido, «pero la Administración tampoco ayuda», dice convencido, «debían de mirar más por nosotros que esto se acaba».

Hasta dónde sé, nadie comió nunca carne de llobu

No es este cánido la única queja de Antonín. «Esto del medioambiente es solo medio», nos dice, «estas quemas tan grandes las provoca la postura de la Administración porque no nos dejan tocar nada; antes las vegas estaban limpias y ahora dan auténtica pena». Su queja va, incluso, más allá. «A nosotros no nos escuchan, se ríen», dice con una mezcla de pena y enfado, «pero antes, en Enol se podía pescar porque había truchas; ahora no se puede y no hay nada.. Antes los pastores mayores decíannos a los rapaces qué cañas había que cortar de les jaes para que hubiera leña al año siguiente y los árboles estaban sanos, ahora no podemos tocar nada. Ahora hasta los fresnos se están secando».