Opinión

Indolencia, o cómo los medios han perdido el respeto por el dolor ajeno

Decía Gabriel Galdón, profesor de Ética Periodística en mis tiempos de universidad, que el mejor filtro para saber si una imagen debía ser publicada en prensa o no era hacer el ejercicio de pensar que conocemos a quien en ella aparece. Él apelaba a la empatía pero, también, a ese respeto que cualquier medio de comunicación debe sentir y demostrar tanto por quienes lo consumen como por quienes aparecen como protagonistas de una noticia determinada. 

Han pasado más de 20 años desde que Galdón me enseñara que ese identificarse es la mejor brújula para un periodista. Y, en esas dos décadas, no hago más que preguntarme en cuántas facultades se ha suprimido la citada asignatura que, si bien sobre el papel me pareció “la clásica María”, me hizo reflexionar entonces y sigo teniendo tan presente ahora. Abrir un periódico o encender la televisión es contemplar descorazonada que el fundamento del respeto hacia el dolor ajeno es, cada vez más, un derecho robado a quienes protagonizan -sin quererlo y, en muchas ocasiones, desgraciadamente- una noticia. 

No hablo -aunque también- de contemplar las caras ensangrentadas de niños aterrorizados en Gaza o de los asesinados por Hamas en el festival de música de Israel que, tirando de las enseñanzas de Galdón, estarían justificadas a ojos de la moral periodística por ser “de lejos”. No es necesario irse hasta Asia para comprender que los medios, la mayor parte de ellos, han perdido el alma justificándose en que “el de enfrente” -la competencia- lo va a contar.

Hace tan solo unos días, Televisión Española emitió en directo el hallazgo del cuerpo de Álvaro Prieto, el joven que falleció electrocutado en la estación de Santa Justa. El reportero no dudó en narrar tan truculenta situación, probablemente pensando en la increíble exclusiva que tenía entre manos y guiándose por el “no lo tiene nadie más” que en muchas ocasiones nos ciega a los periodistas. Tampoco al cámara le tembló el pulso contemplando el cadáver de un crío. Lo más grave es que en Madrid, en esa burbuja que cualquier televisión tiene en la que un realizador se encarga de decidir qué sale en televisión o qué no, a nadie se le ocurrió detener inmediatamente aquella emisión. Pidieron disculpas, porque es “lo que se debe hacer”. Eliminaron las imágenes, porque es “lo que se debe hacer”. Pero sucedió.

Y sigamos bajando un escalón para irnos, todavía, más cerca y recordar las páginas de ciertos diarios asturianos que no dudaron en ser “uno más” en el entierro de Pablo, el crío de 14 años al que un accidente de tráfico segó la vida en la carretera del Río Les Cabres. Asturias vio a unos padres desgarrados en la portada de un periódico, a una familia rota que intentaba masticar entre abrazos una tragedia. Contemplamos en detalle cada paso de un sepelio que debería haber sido territorio de quienes le querían y le conocían por respeto al dolor, a la pérdida y a quienes le lloraban. Porque eso también es papel de los medios: salvaguardar el derecho al honor y a la intimidad de quienes, en muchas ocasiones, se convierten en objeto de nuestro trabajo en el peor momento de su vida. 

Se nos ha metido la indolencia en la sangre y nos ha infectado como si se tratara de la peor de las enfermedades. Nos ha hecho creer que el fin -informar “porque lo van a hacer los demás”- justifica los medios perdiendo de vista que tratamos con gente, que hablamos de gente. Que no son figurantes, que tienen sentimientos. Se ha guardado al fondo de un cajón esa sensibilidad necesaria para saber cuándo es momento de replegarnos y respetar el dolor ajeno. 

Se han mercantilizado las lágrimas y el sufrimiento porque venden periódicos, minutos de televisión o clics en Internet. Y con ello, hemos perdido ese fundamento básico en esta maravillosa profesión tan emponzoñada por la competitividad: cuando empezamos a pisar el dolor de los demás, hemos llegado al límite a la hora de contar. Y da igual si "el otro" lo hace.