Opinión

El turismo de los huevos de oro

Esta es una reflexión que nace para facilitar el entendimiento entre los que pasan y los que están, que son un mismo pueblo, desdoblado en adversario mutuo: uno en modo visitante, otro en el de vecino.

La confrontación tiene lugar en un “Paraíso Natural” cuyo paisaje definen y cuidan quienes habitan en él. Pero los turistas en masa y pulsión desnortada lo consumen, arrinconando cada vez más esa naturaleza que van buscando. Primera parada para el trenecito de la contradicción.

No podemos quemar la tierra: hemos de caminarla para percibirla en profundidad.

Entre tanto, lo de “Paraíso” cada vez se aleja más: una locura digital, un algoritmo sin cabeza, concentra tropeles de gente en un mismo tiempo y lugar. Covadonga es una batalla y Llanes parece Dunkerke. El Paraíso se torna un espacio en guerra, con un incremento exponencial de necesidades (sanitarias, de limpieza y de servicios en general) que convierte en refugiados a los turistas: colas, precios, agobios y una sensación permanente de haber elegido la peor opción.

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Coche para turistas alojados en el Hotel Pelayo, principios de siglo XX.
 

En esa atmósfera de precariedad, las estaciones siempre son de “transbordo”, pues el viajero histórico ha mutado en mero transeúnte, con cientos de kilómetros prescindibles a la espalda y una sucesión compulsiva de etapas que parecen naipes en manos de tahúr. El concepto “estancia” ha desaparecido, sustituido por una peregrinación frenética de sábanas nuevas y souvenir imposible, con días y noches que raramente discurren en el mismo lugar y un rastro de carbono propio de los autos locos.

La comarca se ha especializado tanto en la cosa, que ha dejado de ser especial. Incluso el presunto “turismo activo” -órdago al eufemismo- ha pulverizado el concepto convirtiéndolo en trending, que es como se llama ahora a dejarse llevar por la corriente. Las redes sociales alimentan la caldera de selfies y valoraciones, que se regurgitan después en forma de “más-canoas”, y la película se parece cada vez más al Oeste de los Hermanos Marx, donde se quema lo principal con tal de seguir adelante.

Por su lado, los residentes encuentran cada vez más dificultades para comprar, pasear o sentarse a tomar algo en temporada, un tanto ajenos a la fiebre del oro. No caen en la cuenta de que la dolencia es común y de que el turismo salvaje vuelve víctimas a todos: al que reside, al que pasa y al camarero, que dobla la jornada cotizando por la mitad.

No es fácil dar con la escondida senda que resuelve este atolladero. Habrá que sentarse a pensar y atemperar el ansia del capital salvaje. El consumidor ha de volver a ser viajero, embridar el inglés e interesarse por los nombres de la lengua local. Esta no puede ser otra tierra “París-Dakar” y hay que cambiar fuga por estancia, estableciendo conversación con los de casa sin atropellarlos. Y, sobretodo, hay que cuidar el paisaje de los huevos de oro, que dio leche y queso a toda una región histórica y tiembla hoy ante viejos y nuevos depredadores.

No podemos quemar la tierra: hemos de caminarla para percibirla en profundidad. Sólo en el retorno y la demora se accede al alma de los sitios, sólo así se conjura la malaventura del refrán residente -ave de paso, ¡garrotazo!- con la esperanza de trenzar el tiempo, hoy enfrentado, entre visitantes y vecinos.